Richard Strauss “à la Weimar”

Las últimas obras de Richard Strauss fueron, entre otras cosas, resueños geriátricos, lamentos elocuentes, la retirada del mundo de un héroe. Pero quizás sobre todo eran críticas mordaces contra lo que él pensaba ser los excesos de los “pone-notas” modernistas de los años 20 contra quien él frecuentemente impugnaba. En esos momentos crepusculares de su vida, en medio de los escombros que aún en ese entonces ardían en su patria vencida y totalmente desvanecida, Strauss pasaba mucho tiempo cavilando si él era el último capítulo en la historia de la música alemán. En cierto sentido tenía algo de razón. Las generaciones posguerra de compositores alemanes, incómodos con las connotaciones trastornantes acumulados durante la época del Tercer Reich de su patrimonio musical, giraron sus vistas hacia horizontes extranjeros. 

Tal vez fue por eso que la elección del momento por parte de la Orquesta Filarmónica de Los Ángeles se sentía prematuro. Con su retrospectivo de música de la época de la República de Weimar apunto de comenzar, esta programa de ejemplares de la música de cámara de Strauss hubiera sido más efectivo como un postludio contemplativo. 

La única obra en el concierto que no fluyó de su años tardíos fue la juvenil Serenata, Op. 7, aunque su instrumentación—para vientos de madera y cuernos franceses—eran pre-ecos indirectos de las obras del “taller” que crearía en el atardecer de su vida. 

“La melodía de Mozart es el ideal platónico,” comentó el anciano Strauss a su amigo Willi Schuh. “Codiciado por todos los filósofos, es el ideal de Eros vacilando entre tierra y cielo.” El destello soleado de esta partitura, con sus ágiles pero sensuales hebras melódicas, es testimonio cautivador de su cariño de toda la vida para el arte mozartiano, a no decir nada de sus propios talentos líricos. 

El conjunto de músicos filarmónicos tocó con prudente control emotivo, cuidadoso de balancear el ardor melódico del todavía adolescente compositor con una pureza sobria que hubiera dejado a su compositor pleno de admiración. 

Más de mitad de siglo después siguió el Metamorphosen: obra del artista en la cima de sus poderes, cuyo artesanía melómano es encauzado en su congoja sin fondo por la incineración de su mundo entero, por la derrota y defunción de la cultura europea en sí. También palpita con una indignación excepcional en el legado straussiano, un reflejo de la decepción amarga de los nazis y, luego, de la ocupación aliada. 

“Otro glorioso éxito del régimen nazi,” fulminó en su diario a menos de un mes antes del estreno del Metamorphosen. “Los artistas ya no son más juzgados por sus habilidades, si no por lo que los americanos piensan sobre sus opiniones políticas.”

En su versión a voz íntima para septeto de cuerdas, el Metamorphosen confía su elogia trágica al oyente con una intensidad que llega a niveles casi abrumadores. A pesar de eso, las cuerdas filarmónicas se mantuvieron a lo lejos de la pena inconsolable del compositor. Aunque el rendimiento era indefectiblemente elegante y preciso, uno percibía una cierta inquietud con las implicaciones sutiles de sus melodías sin fin, el objeto ambiguo del panegírico straussiano. A lo mejor su frialdad expresiva denota un acuerdo colectivo del parte del conjunto que prefirió dejar estos asuntos sin contestar. 

De alguna manera, el arreglo curioso en sí del Vier Letzte Lieder, el eje de este concierto, continuaba este alejamiento sentimental. 

La compositora española Amparo Edo Biol erigió una versión para quinteto de cuerdas y trombón en lugar de cantante soprano. Era un tributo equívoco a Strauss, posiblemente a pesar de sí mismo; privando al compositor su voz (a través los versos de Eichendorff y Hesse), y empapando además con torpeza la penumbra estrellada de la parte vocal. 

David Rejano Cantero protagonizó el papel de solista con consumado limpidez y calidez. Sin embargo—o “sin querer queriendo”—su interpretación no podía escapar la inesperada sensación de espectáculo de circo. 

El crítico británico Michael Kennedy opino que en estas canciones Strauss homenajeo su esposa, Pauline, por la última vez: “Su romance de toda la vida con la voz soprano, la voz de ella, es consumado en esta obra maestra final.”

Escuchando el trombonista en lugar del cantante era como presenciar un elefante en tentativa de hacerse pasar como colibrí. Las largas y floridas melodías otoñales, ahora trajeado en bronce, daban una impresión poco grato, casi al llegar al borde de parodia. Despojado de su reluciente vestimiento orchestral, de su capacidad para expresarse como lo fue deseado por su creador, el resultado fue como un tipo de gebrauchsmusik aburguesado—lujoso y somero a la vez. Una inesperada “Weimar-ización” de este gran adiós al mundo del siglo XIX. 

 Con típica ironía, Strauss insistió que sus obras tardías tenían “ningún significado cualquiera para la historia de la música.” En luz de su atropello estético contra esta serenísima valedictoria, Edo parace haber tomado demasiado en serio la broma autocrítica del compositor alemán.  

Significados envueltos en significados: Silvia Marcovici habla sobre Beethoven y sus sonatas para el violín

La tierra rumana ha demostrado ser particularmente fecundo cuando en torno a su aporte a la historia de la música clásica, brotando generación tras generación de violinistas excepcionales. Entre las más destacadas de los últimos tiempos ha sido Silvia Marcovici (n. 1952), cuyo son característico, —lustroso, suntuoso, y destallado por una expresividad luminosa—, resuena de la configuración cultural de su patria, por siglos la encrucijada entre la civilización eslava y mediterránea. 

Nacida en la ciudad de Bacău, ubicado en las estribaciones de los montes Cárpatos, comienza sus estudios de violín con Harry Coffler. A los 12 años se gradúa a las clases de Ștefan Gheorghiu en la Universidad Nacional de Música en Bucarest. El año siguiente la joven Marcovici se debuta antes el público, y solamente tres años después se estrena fuera de su tierra natal en La Haya, Holanda bajo la dirección de Bruno Maderna. Pronto es galardonada con éxito, y además la admiración de músicos y oyentes a través del mundo, incluyendo a Leopold Stokowski con quien grabó el Concierto para violín y orquesta, Op. 82 de Aleksandr Glazunov. 

“Era una experiencia muy encantadora”, Marcovici me recontó en una entrevista en octubre del 2019. “Estuvimos todos juntos con la Orquesta sinfónica de Londres en el Royal Festival Hall descansando para tomar café. Stokowski tomó una hoja de papel, dibujó sobre ella tres corazones, y luego me lo pasó. En un corazon estaba escrito ‘L. S.’, en otro ‘L. S. O.’ [las iniciales en inglés de la Orquesta sinfónica de Londres], y en el último ‘S. M.’ Estaban todos en la orquesta sonriendo porque él era como un niño. Era tan tierno.”

En los años 70 Marcovici sufrió bajo el régimen de Nicolae Ceaușescu, quien la mantenía prácticamente en cautiverio. Gracias a los esfuerzos y el apoyo de amigos como Isaac Stern y Ernest Fleischmann, ella finalmente logró permiso para emigrar; primero hacia Israel, y después a Alemania. Sin embargo, sus grabaciones fueron prohibidos en su país natal hasta después de la Revolución Rumana de 1989. Hoy en dia Marcovici divide su tiempo entre la Universidad de Música y Artes Escénicas de Graz, Austria, donde es profesora de violín, y su hogar en Estrasburgo, Francia. 

En anticipación de la reedición por parte del sello Weitblick de sus grabaciones de las sonatas para violín y piano de Beethoven, Marcovici permitió ser entrevistada acerca de sus pensamientos sobre estas partituras, y sus recuerdos grabandolas más de cuarenta años atrás. 



Néstor Castiglione (N. C.): A diferencia de sus cuartetos de cuerdas o sonatas para piano, las sonatas para violín y piano de Beethoven recorren un estrecho de años más corto de su carrera. ¿Algunas veces deseas de que él hubiera explorado este género con la misma minuciosidad de los otros?

Silvia Marcovici (S. M.): Esto es difícil de contestar. Nosotros podemos solamente considerar lo que él realmente compuso. Todos nosotros haríamos algo diferente o más allá de lo que pensábamos posible si podemos vivir más. 

Lo que sí puedo afirmar es que sus primeras nueve sonatas para el violín fueron compuesto de una manera clásica sin complicaciones. Pero el último, el décimo, —lo cual fue escrito cuando Beethoven ya estaba en sus 40 deprivado de la totalidad de su audición, y de casualidad el favorito mio—, comienza a girarse en torno a las últimas obras, brindando una sugestión de lo que él pudiera haber logrado con este género más tarde en su vida. Está lleno de una cierta sensibilidad y humanidad moderna, realmente en un plano totalmente distinto a sus predecesores. Mientras que las sonatas anteriores son obras concertantes más convencionales, el mundo que habita el [Op. 96] es muy interiorizado, bien espiritual. Es un diálogo noble y delicado entre violín y piano. Uno no lo puede captar através su superficie solamente, el intérprete necesita buscar a fondo. Así, uno descubre que esta obra está llena de significados envueltos dentro de aún más significados. 

N. C.: ¿Cuando comenzaste a interpretar estas obras?

S. M.: Comencé a los 16 años con la [1ª Sonata para violín y piano]. Lo aprendí en 1969 para mi gira de los Países Bajos, lo cual fue mi primero fuera de Rumania. Poco a poco llegué a aprender las otras sonatas. En 1976, emigre hacia Israel y aprendí yo sola la [10ª Sonata para violín y piano]. Me enamore desde el comienzo con esta obra y me ha tratado tan bien en mi carrera. Cuando volví a Rumania para grabarla, aborde a mi ex-maestro Ștefan Gheorghiu para que él pudiera escuchar mi interpretación. Para mi era como un dios, así que fue muy importante obtener su aprobación, lo cual era para mí casi como un Dukhanen [una bendición rabbinica]. Me dijo que estaba extremadamente asombrado con migo. 

N. C.: ¿Estaba ya en ese entonces el ciclo entero de las sonatas para violín de Beethoven en su repertorio?

S. M.: Algunos fueron obras que ya interpreté en público, algunos otros los aprendí específicamente para estas grabaciones. 

N. C.: ¿Fuiste usted la que originó la idea de grabar este ciclo?

S. M.: Para nada. Electrecord [el sello disquero nacional de Rumania] fue el que me lo pidió. En un país comunista, uno no podía pedir de estos tipos de cosas, —uno tenía que esperar para que se lo pidieran. Si uno fue pedido, no lo podía rechazar, no tenía la libertad de decidir por uno mismo. 

N. C.: Digno de mención especial en estas grabaciones es su compañero Valentín Gheorghiu. ¿Como era para usted tocar con él?

S. M.: Era el hermano de mi maestro, por lo tanto yo lo conocía desde la época de mis estudios con él. Inicialmente nosotros no tocamos juntos porque, al fin y al cabo, él era muy famoso en Rumania y en ese entonces yo era solamente una estudiante dotada. Pero al pasar el tiempo, nosotros finalmente tuvimos la oportunidad de colaborar juntos. Finalmente yo quería tocar junto con él solamente. Nuestra asociación ha durado todos estos años. Cuando toqué en Bucarest hace unos años atrás, Valentín Gheorghiu me acompañó.  

N. C.: La Casa Scanteii (hoy la Casa Presei Libere), donde fueron hechos estas grabaciones, es un edificio con gran importancia histórica en Rumania, ¿no?

S. M.: Así lo es. Lo recuerdo muy bien. Estaba construido en el estilo Neorrenacimiento estalinista, lo cual glorificaba el partido comunista. En los años 70 los carros eran relativamente escasos y yo era la única que llegaba [a la Casa Scanteii] en una. Me podía estacionar afuerita de la entrada principal, una hazaña que hoy sería como un sueño para aquellos que se desplazan diariamente en sus automóviles en Bucarest. Adentro esperándome estaba el equipo de Electrecord, quienes fueron sumamente amables. Recuerdo cuánto frío hacía en el edificio porque en aquel entonces la calefacción era algo inusual en Rumania.  

N. C.: Escuchando estas grabaciones tras más de cuarenta años, ¿sientes usted un deseo de poder cambiar ciertos detalles?

S. M.: Nosotros estamos cambiando y desarrollando continuamente mientras pasa el tiempo. Pero lo que no puede ser alterado es la voz individual de un artista. Ciertos detalles que lo adornan pueden ser modificados, pero no la esencia misma. Es como una huella digital: inmutable. 

Últimamente he tratado de encontrar una transigencia entre mis propios ideales y el estilo de actuación musical del dia de hoy, lo cual tiende ser influenciado por teorías de interpretación historicista. De hecho yo no estoy siempre en acuerdo con [el estilo de interpretación historicista], por lo tanto yo creo que es importante para un artista ser leal a su propio modo de ser, incluso si vira a lo romántico. A final de cuentas lo esencial es desarrollar el buen gusto: eso fue la meta de mi maestro Ștefan Gheorghiu. Desarrollar una expresión orgánica, evitar exageraciones, y permanecer sincero. 

N. C.: ¿Ocupan estas grabaciones un lugar especial en su aprecio?

S. M.: Fueron solamente unos capítulos de los varios que constan mi vida. Pero si me complacen.  Hace poco recibí una llamada telefónica de parte de Valentín Gheorghiu. Su hija tocó para él nuestra grabación de la sonata “Kreutzer”, lo cual fue subido a la red. “¡Ay, Silvia!”, me dijo, “escuché de nuevo nuestra grabación del ‘Kreutzer’ en YouTube. No estubimos mal, ¿que no?”

(Esta entrevista será publicada próximamente en una reedición por parte del sello Weitblick de las grabaciónes de Silvia Marcovici y Valentin Gheorghiu de las sonatas para violín y piano de Beethoven.)